A vuestra afortunada generación dedico estas líneas con el propósito de que liberéis por un rato vuestra atención de la tiranía que imponen los asuntos cotidianos y reflexionéis sobre una gran gesta histórica largo tiempo enmudecida, una humilde y, a la vez, gran empresa humana de la que los hombres de mi generación fuimos testigos y beneficiarios a un tiempo.
Hemos empezado el siglo XXI con importantes avances sociales que sólo a la luz de la Historia reciente se ponen de manifiesto: la plena escolarización hasta los 16 años y la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Una situación muy diferente fue la que vivieron mis hermanas mayores y las mujeres de mis hermanos. Lo que hoy vemos con naturalidad: chicos y chicas estudiando juntos en el Instituto o en la Universidad era en los años 50 y 60 del pasado siglo un privilegio de las familias acomodadas. Incluso en las clases más favorecidas se aceptaba con naturalidad que la principal preocupación de los padres fuera la formación de sus hijos varones. Tanto más había de ser aceptada esa premisa en familias con escasos recursos y muchas bocas que alimentar como la nuestra.
Ni yo, ni ninguno de mis hermanos nos quejamos nunca de haber nacido en el seno de una familia cuyo principal capital -por no decir el único- era el humano, porque si alguna vez nos faltó un jersey nuevo o una chaqueta en invierno, nunca nos faltó el calor de un abrazo y de unos besos, calor que aún perdura en esa capa profunda de nuestra piel: esa que no ven los cirujanos pero que roza el corazón.
Sin embargo, la emoción de recordar nuestra infancia y primera juventud, aunque inunde nuestros ojos, no debe cegar nuestra memoria. Hubo una generación de mujeres que dedicaron los mejores años de sus vidas a ayudar a sus padres y a cuidar de sus hermanos y abuelos. En el mejor de los casos tuvieron que conformarse con una educación elemental y una profesión de escasa cualificación, mientras que sus hermanos varones disfrutaban de la oportunidad de obtener títulos de mayor grado o desempeñar profesiones socialmente más valoradas y mejor remuneradas. Que aprovecháramos o no esa oportunidad puede ser el argumento de otra historia que no resta veracidad a la que hoy os cuento.
Muchas y de muy diverso origen fueron las calamidades y los crímenes que les tocó vivir a la generación de nuestros padres (abuelos para unos, bisabuelos para otros lectores a quienes dirijo estas líneas). Al cabo de muchos años, la niebla del olvido que se extendió gracias al miedo o a la vergüenza sobre aquellos hechos, se disipa poco a poco con el aire fresco de la Democracia. Los recuerdos que aquí traigo no son, afortunadamente tan dramáticos como los que avivan los procesos de esa (mal llamada) "memoria histórica" [la Historia es colectiva y se basa en documentos objetivos, la memoria es personal y subjetiva], pero son mis recuerdos, y a cada generación le toca su parte de responsabilidad a la hora de transmitir a las siguientes generaciones el acervo cultural de su experiencia.
Y mi experiencia se puede expresar en una imagen de mi infancia: un niño de cuatro años que camina de la mano de su hermana de ocho que, en la otra mano, levanta con esfuerzo la bolsa de la compra. Una mujer -sí queridos, ya era una mujer- con un niño de la mano, una imagen tan antigua como nuestra propia especie.
Pintura rupestre del Abrigo Grande de Minateda (Toledo) representando a una mujer del Neolítico con un niño de la manoEl niño con el tiempo estudió el bachillerato y asistió al momento histórico de la reimplantación en España de la llamada "educación conjunta o coeducación" en el Instituto Gustavo Adolfo Bécquer de Sevilla: unas chicas, entre avergonzadas e ilusionadas, entraban en nuestra clase para ocupar los asientos delanteros que otros compañeros varones dejaron vacantes para intercambiarse con ellas.
Sin embargo la hermana mayor no tuvo la oportunidad de vivir ese momento, ni siquiera de compartir con otras chicas de su generación los placeres agridulces del estudio.
Aquel niño (que sigo siendo yo a pesar de los años) aprovechó las oportunidades que la España del desarrollismo y los tecnócratas del Régimen le brindaron, y alcanzó el grado de Doctor y una plaza de profesor universitario.
Su hermana sin embargo dedicó sus mayores esfuerzos al cuidado y educación de sus hijos y más tarde de su padre. Aunque su vida haya sido tan plena y tan feliz como pueda ser la mía, debemos reconocer, al cabo de los años, el valor y la abnegación de su conducta y el enorme tamaño de nuestra deuda histórica con ella.
Y por ello, y en virtud de mi condición de doctor más antiguo de la familia,
OTORGO, de forma simbólica pero firme, el honroso título de
DOCTORA AMORIS CAUSA
A las siguientes mujeres, que nos llevaron de la mano, curaron nuestras heridas, limpiaron nuestras lágrimas y mocos, lavaron nuestra ropa y cuidaron de nuestros padres y abuelos al final de sus días:
Ana Pérez
Manuela Lora
Manuela Berraquero
Rafaela Pizarro
Isabel Almazán
Nela Romero
Virginia Romero
Manuela Lora
Manuela Berraquero
Rafaela Pizarro
Isabel Almazán
Nela Romero
Virginia Romero
y a todas las que fueren propuestas por sus familiares o amigos como acreedoras de este mérito.
Eas maximum honorem debemus. Qui potes capere capiat.
Y para que así conste en los corazones de la gente que esto leyeran, firmo el presente título en representación del Colegio de Doctores de la familia
En Sevilla a ocho de Marzo de dos mil nueve, Día Internacional de la Mujer
Fdo.: Carlos Romero Zarco, doctor por la Universidad de Sevilla