Querida familia:
Termina ya el mes de agosto, que ha estado plagado de olas de calor y sazonado por una buena ristra de relatos: uno al día.
Así que con este, que es el tercero de la serie "La Mili del Tío Carlos", me despido de momento y en adelante pondré lo que me enviéis o lo que vaya surgiendo en el devenir de la familia.
El título de hoy, muy cinematográfico, es apropiado para describir la tercera fase de mi Servicio Militar en la IMEC: las prácticas como alférez (oficial) de Caballería.
El sable que conseguí en Valladolid me sirvió para poder elegir destino para realizar las prácticas lo más cerca posible: en el Regimiento Ligero Acorazado Sagunto VII [1], que tenía su cuartel en la Avenida de Jerez (Sevilla), cerca de Bellavista [2].
En julio de 1979 terminé la licenciatura de Biología en la Universidad de Sevilla y en octubre de ese mismo año firmé mi primer contrato como ayudante de clases prácticas. En julio de 1980 me incorporé al regimiento para realizar seis meses de prácticas como oficial, pero seguía haciendo la tesis doctoral en los ratos libres.
Oficial y caballero: 1980 en mi balcón del piso de Peñalara nº 7 (Sevilla).
El destino era bueno, no solo por la cercanía, sino porque había muchos oficiales y poco trabajo, salvo en períodos de maniobra. A mí me destinaron al escuadrón de Plana Mayor, a las órdenes directas del teniente Medinilla ("tira milla, Medinilla", era su lema en campaña). Un oficial muy experimentado, de la llamada Escala Especial, con más mili que el palo de la bandera, un verdadero profesional. Era el oficial de Comunicaciones y enseñaba a los reclutas todo lo referente al manejo de la radio de campaña. Para controlar a los soldador les decía el primer día:
—Jefe contento, indio vivir bien. Jefe no contento, indio no vivir bien.
Y los "indios" lo captaban a la primera.
Foto de grupo de los oficiales del Regimiento Sagunto VII (1980). De pie, el quinto por la izquierda es el entonces Teniente Medinilla. ¿Dónde está al alférez Romero?
Cuando terminé con esa labor me asignaron la custodia de las cuadras y picadero. ¡Porque allí sí, allí había caballos de verdad, y no solo vehículos! Claro que la mayoría eran para las paradas y desfiles militares, con jinetes ataviados como lanceros, con uniforme de época.
Escuadra de lanceros, batidores a caballo con uniforme de gala histórico. Entrenaban durante muchas horas a pie parado para acostumbrar a los caballos a estar quietos en presencia de los carros de combate y de la gente. Al fondo el edificio central del cuartel.
Otros caballos eran de asignación personal para los oficiales que quisieran montar. Yo, ya puestos, le pedí permiso al coronel para montar a caballo. Solo había dos disponibles. Uno era un gigante negro zaíno llamado Zivikovsky o algo así, un pura sangre de carrera retirado, pero de muy mala leche. Imposible para aprender a montar un novato como yo. El otro era una yegua vieja y dócil que nadie quería por su aspecto poco aguerrido. Esa era mi ocasión. Así que me presenté en la cuadra y ordené que me prepararan los arreos de... Lo siento, no recuerdo su nombre.
El subteniente a cargo del picadero tuvo la amabilidad de enseñarme lo básico para montar "a la inglesa", con la silla muy adelantada, estribos cortos y dando saltitos para acompañar el movimiento de la cabalgadura. Quedaba algo cómico y era muy incómodo, pues el jamelgo aquel se movía menos que yo, pero por fin logré mi sueño de montar a caballo siendo pobre como era. Ya era de verdad "oficial y caballero".
No conseguí nunca ponerlo al galope: el animal no daba más que para un trote, más cochinero que equino. Y al entrar en el picadero el subteniente [3] tenia que ponerse en el equivalente a la posición de firme (sin desmontar) y gritar
—¡Atención, el alférez!
Se paraban todos los soldados y él me saludaba militarmente y me daba la novedad:
—Sin novedad en el picadero, mi alférez.
—Continuad —respondía yo aguantando la risa (la frasecita se las traía).
Pero aquello era para mí un ceremonial ridículo. Así que dejé de montar pronto, pues no tenía permiso del coronel para salir del cuartel a caballo.
La cuadra me daba poco trabajo. Solo tenía que procurar que los dos mozos de cuadra no se mataran entre sí. Uno era un canario alto, fuerte y con brazos como palas, palafrenero de dromedarios con los turistas en su tierra natal. El otro era un asturiano bajo, fornido, tan ancho como alto, arriero de mulas en la montaña. Cuando bebían (que era casi siempre) se peleaban a mamporros y tenía que llevarlos a la enfermería: uno con la mano medio rota, el otro con la cara deformada. Lo más curioso es que eran amigos inseparables. A la media hora estaban otra vez canturreando juntos canciones de sus respectivas tierras. Ambos eran analfabetos funcionales.
Para no parecer un imeco indolente llevaba siempre una carpetilla llena de papeles inútiles, y cruzaba el patio siempre rápido y en línea recta, como si tuviera algo que hacer. En ocasiones frecuentaba la biblioteca del cuartel. Un lugar desierto con escaso interés literario. Me empapé un tratado de Grafología y en el bar de oficiales me ganaba las cañas interpretando la letra de los oficiales. A cada uno le decía lo que quería oír: que si el trazo firme denotaba un carácter fuerte, que si el travesaño de la T era signo de autoridad, y cosas parecidas.
En las maniobras mi capitán reunía a los oficiales del escuadrón para hacer minas de un explosivo plástico. Se suponía que era para que practicaran los reclutas, pero él decía:
—Sí, hombre, le voy a enseñar yo a estos a poner bombas, para que alguno sea de la ETA [4].
Así que montábamos una buena carga, preparábamos la espoleta, la mecha y ¡buuuum! Un hoyo más en el monte.
Lo más emocionante fue conducir un carro de combate. Un cabo primero que se licenciaba al día siguiente nos llevó al teniente Revuelta (recién salido de la academia general) y a mí a dar unas vueltas por el campo de maniobras.
Vista aérea de las instalaciones del cuartel Alfonso XIII. A la derecha de la Avda. de Jerez estaba el cuartel, más a la derecha el campo de maniobras. Foto: Google Maps.
El teniente no tenía ni idea y, haciendo honor a su nombre, por poco nos tira al canal del Guadaíra. Yo, según el cabo, lo hice mucho mejor. Era una gozada subir y bajar aquellos monturrios y hacer derrapar el carro levantando una polvareda. El mando era simple: una palanca, pero el freno era bestial, había que pisarlo a fondo con los dos pies. Cada vez que veo una película de la II Guerra Mundial me acuerdo de aquella experiencia... Dices tú de mili...Sapere aude
Notas:
[1] Unidad militar de larga historia. Por la reforma de Azaña de 25 de mayo de 1931, un regimiento de Córdoba fue amalgamado con el Regimiento Cazadores de Alfonso XII n.º 21, para constituir en Sevilla el Regimiento de Caballería n.º 8, que en 1935 recibió la denominación de Regimiento Cazadores de Taxdirt. La IG 165/142 de 10 de julio de 1965 lo transformó en el Regimiento de Caballería Ligero Acorazado Sagunto n.º 7, integrándose en la División Guzmán el Bueno n.º 2. Con la remodelación del Ejército llamada "Plan Norte" en el año 1995 (30 de junio) fue disuelto y su historial fue entregado para su custodia al RCLAC Lusitania N.º 8, de guarnición en Valencia.
[2] El cuartel tenía un nombre propio, anterior, diferente al del regimiento: Cuartel Alfonso XIII. Sus restos expoliados podían verse aún hasta hace poco tiempo en la Avenida de Jerez.
[3] Un subteniente es un suboficial y, por tanto, de rango inferior al alférez, aunque tuviera 20 años de experiencia.
[4] En los cuarteles había reclutas de toda España: gallegos, asturianos, vascos, catalanes... Y los oficiales desconfiaban de vascos y catalanes por considerarlos a todos separatistas, cuando no terroristas en potencia. Así que lo de disparar pistolas, lanzagranadas, cañones y preparar petardos lo tenían vedado.